Solía cruzar las piernas sobre el suelo en un rincón cualquiera de mi azotea de ladrillos y colocar el libro sobre las rodillas. Tenía las hojas carcomidas por la polilla y las últimas páginas casi no podían leerse, pero yo las inventaba y así creo que escribí mis primeros renglones, tratando de completar poemas, fábulas y cuentos que no tenían fin en aquel montón de hojas suaves y brillantes.
El libro provenía de la biblioteca antiquísima de mi tío abuelo Ramiro Valdivia, un viejo boticario de la calle Jesús María, en Trinidad. Cierro los ojos y todavía veo casi con detalles las duras carátulas de cuero con los bien cifrados títulos de ¨Don Quijote de la Mancha¨, El libro del Convaleciente¨, ¨Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, su nieto¨... me los llevaba todos, uno tras otro, y en el escondite de siempre, con la sola compañía de mi lechuza, toda la prosa y la poesía fueron mis más caros juguetes.
Mi tío Ramiro cultivó con sus obsequios mi pasión por la lectura y al cabo de los primeros ocho o diez años de edad, pasé a ser la propietaria de una gran parte de aquel tesoro de familia.
Este del que les hablo, fue siempre mi preferido; quizás por ser el más roto, el que no tenía fin, el que me obligaba a inventar los últimos renglones y párrafos. Era entonces más mío, más amigo. Mi libro no tenía principio, tampoco terminaba,nunca supe su nombre.
Allí encontré por primera vez a José Jacinto Milanés, aquel poeta del 1814.¿Cómo puedo recordar letra tras letra cuatro décadas después? es una buena pregunta que me hago yo misma. El caso es que sí, las recuerdo. Poesías como ésta, colmaron las tardes de mi infancia, antes o después de la escuela, incluso en los primeros días del primer grado de la primaria...
La fuga de la tórtola
¡Tórtola mía! Sin estar presa,
echa a mi cama y echa a mi mesa,
A un beso ahora y otro después,
¿Por qué te has ido? ¿Qué fuga es ésa,
Cimarronzuela de rojos pies?
¿Ver hojas verdes sólo te incita?
¿El fresco arroyo tu pico invita?
¿Te llama el aire que susurró?
¡Ay de mi tórtola, mi tortolita,
Que al monte ha ido y allá quedó!
Oye mi ruego, que el miedo exhala.
¿De qué te sirve batir el ala,
Si te amenazan con muerte igual
La astuta liga, la ardiente bala,
Y el cauto jubo del manigual?
Pero ¡ay! tu fuga ya me acredita
Que ansías ser libre, pasión bendita
Que aunque la lloro la apruebo yo
¡Ay de mi tórtola, mi tortolita,
Que al monte ha ido y allá quedó!
Si ya no vuelves, ¿a quién confío
Mi amor oculto, mi desvarío,
Mis ilusiones que vierten miel,
Cuando me quede mirando al río,
Y a la alta luna que brilla en él?
Inconsolable, triste y marchita,
Me iré muriendo, pues en mi cuita
Mi confidenta me abandonó.
¡Ay de mi tórtola, mi tortolita
Que al monte ha ido y allá quedó!